Por Gustavo Castro

El linchamiento al que fue sometido días atrás el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, mostró nuevamente la licencia tácita que existe para violentar de una y mil maneras a cualquier persona que tenga la osadía de identificarse con el peronismo, particularmente en su versión kirchnerista, ya sea dirigente, militante o mero adherente.

La brutalidad de la golpiza originó, primero, un tibio repudio, si bien justificado parcialmente con que “la gente está harta”, en una virulenta adaptación del kaczkiano “está mal pero no tan mal”. Luego se ingresó abiertamente en el estadio celebratorio, cuasi orgásmico.

La cosa sería, sintéticamente, de la siguiente manera: si la víctima del insulto, descalificación, agravio, trompada, patada o incluso ataque armado es peronista, bien merecido lo tiene. Se trataría, entonces, de una subespecie humana maldita, cuya sola presencia explicaría delitos, corruptelas o males diversos, siempre a gusto del verdugo de turno.

Antes de que ocurriera el episodio Berni, el jefe de Gabinete de la Nación, Agustín Rossi, ubicó en su informe de gestión en el Congreso al conflicto por la resolución 125 como el kilómetro cero de esta tendencia. Lo ejemplificó en carne propia: fue agredido en distintos puntos de la provincia, inclusive en la puerta de su propia casa, con su familia aterrada en el interior.

No fue el único caso, especialmente en Santa Fe. A mano alzada, sin siquiera apelar a Google, es posible puntualizar algunas de las innumerables tropelías de altísimo calibre que se ejecutaron durante aquellos meses dramáticos de 2008: la paliza al entonces senador justicialista Alberto Crosetti y a un policía que lo custodiaba en un piquete en Armstrong, el ataque destructivo a ambulancias que transportaban heridos de un accidente e intentaban pasar por una ruta alternativa en San Genaro, el incendio al camping de Malabrigo porque el intendente de aquel momento, Amado Zorzón, se identificaba con el gobierno nacional. Por mencionar sólo algo.

En su mensaje, Rossi indicó que en aquel momento evaluó hacer las denuncias correspondientes pero que finalmente lo evitó para no caldear los ánimos, decisión que ahora calificó de errónea. Tiene razón en considerar que fue un error, si bien no exclusivamente suyo: significó habilitar la licencia para cualquier salvajada. Violentar al peronismo hoy cuesta cero. Nada.

Durante los años de gobierno de Mauricio Macri, las agresiones se multiplicaron exponencialmente. Insultos y ataques físicos a dirigentes y ex funcionarios, piedras y objetos peligrosos arrojados desde balcones contra movilizaciones callejeras, balaceras en locales partidarios. ¿Cuál fue el costo para los perpetradores? Cero. Nada.

Todo esto sin haber mencionado hasta aquí la persecución judicial a Cristina Fernández de Kirchner y a sus funcionarios, algunos de los cuales debieron permanecer un largo tiempo a la sombra. La veracidad o no de los delitos por los que se los acusaba deviene en irrelevante en tanto quedó comprobada grotescamente, a través del caso D’Alessio y de los chats de Lago Escondido, la decrepitud del Estado de Derecho. Al menos en los asuntos del poder. ¿Cuál fue el costo? Cero. Nada.

Y finalmente, el intento fracasado (de casualidad) de asesinar a la líder de la fracción mayoritaria del peronismo, dos veces presidenta y actual vice. Valga otro ejemplo santafesino. La diputada provincial Amalia Granata, quien muy probablemente sea reelecta este año, escribió en sus redes sociales a minutos del hecho que todo era, palabras más o menos, que un circo de La Cámpora. Algunos de sus colegas peronistas, como Leandro Busatto, propiciaron sanciones. La iniciativa fue desdeñada en la Cámara Baja. El resultado fue que la legisladora no sólo no se retractó sino que redobló la apuesta. ¿Cuál fue el costo? Cero. Nada.

Más bien lo contrario. La realidad es que estas acciones, que deberían ofender gravemente a quienes presumen día tras día pureza republicana, no sólo son gratuitas sino que además capitalizan políticamente a sus ejecutores. Porque hay un segmento social en modo alguno pequeño que no sólo las avala sino que las reivindica. Hay una porción significativa de la población que no tolera, que no soporta, que no admite la mera existencia del peronismo. Y obra en consecuencia.

Nada nuevo bajo el sol, se podrá decir con razón. Aunque sí lo hay. El cántico “Si la tocan a Cristina que quilombo se va a armar” operaba en la práctica como límite. Ante la falta de sanciones institucionales, aquella advertencia vociferada por multitudes actuaba de hecho como freno a las pulsiones de exterminio. Pues bien, a Cristina la tocaron. Y vaya si lo hicieron. ¿Qué pasó? Cero. Nada.

Por si faltaba algo, el patético espectáculo cotidiano del Frente de Todos y de su fallido gobierno terminaron de producir la kryptonita peronista. Las penurias económicas y la violencia criminal no hacen más que empinar aún más el tobogán.

Si hay todavía algún achacado conejo dentro de la galera, lo sabremos cuando ya se encuentre en estado avanzado este fraudulento otoño de 2023.