Por Bárbara Pistoia

“Si tenés lágrimas, guardalas para el martes. Hay una conmoción casi insoportable al ver a Messi por estos días”. Así empieza el hermoso artículo que escribió Jonathan Wilson, publicado en The Guardian, refiriéndose a esta condena temporal que no nos deja un segundo de recordar que estamos, posiblemente, frente al último mundial del mejor jugador del siglo y del mundo. 

Mientras un inglés nos regalaba esta oda shakesperiana con el capitán argentino como estandarte de las mieles más dulces que el fútbol y la poesía pueden darnos, los medios locales pasaban vergüenza: recortaron sus reacciones frente a Louis van Gaal y sus jugadores, los que cerraron sus oídos a esa verdad divina que advierte que “los que se enaltecen a sí mismos serán humillados”. La traducción de ese versículo bíblico en la boca de Messi fue contundente: “no me gusta que hablen antes de los partidos, le faltó el respeto a la selección”.

Me gusta poner en diálogo lo de Wilson con los miserables locales porque mientras que estos últimos se jactan de sus (falsas) certezas concentrándose en las reacciones finales, el autor inglés honra un proceso y hace un viaje por la anatomía de La Scaloneta sabiendo que no va a llegar nunca a un lugar lógico. Porque es lo “humano, demasiado humano” de este equipo lo que nos enamora a todos, argentinos y no argentinos. Incluso a ellos, los ingleses. 

“Los patrones siempre están ahí si los buscas. Para Argentina, no se trata solo de Messi, sino de la era, el espíritu que representa. Fue en Qatar 1995 que José Pékerman llevó a Argentina a su primera Copa Mundial Sub-20 desde 1979, iniciando una racha sin precedentes de cinco éxitos en siete torneos. La esperanza de esa racha dorada era alcanzar el éxito en la categoría mayor, pero Argentina no ganó nada entre las Copas América de 1993 y 2021. De los planteles que formaron parte de aquellos éxitos juveniles solo quedan tres jugadores: Messi, que ganó en 2005, y Papu Gómez y Ángel Di María, que ganaron en 2007”, reconstruye el texto para luego rematar con un guiño del destino, “fue en Qatar donde comenzó esta era del fútbol argentino y 27 años después, el sueño de alcanzar su gloriosa apoteosis es Qatar”.

El ejercicio de la memoria no solo nos sirve para poner a latir el corazón hasta profetizar el final que deseamos. Es un ejercicio vital también para estar firmes cuando los miserables de siempre salen a cazar y escudriñar la felicidad popular con ansias de perpetuar violencias de todo tipo, instruyendo una sumisión como valor moral y mostrando ese as bajo la manga que delata a todo manipulador: ver vulgar una reacción convirtiéndose en abogados de la buena educación/civilización, antes de repudiar, enfrentar, desarticular o disolver la agresión antecesora. 

La civilización de estos sujetos no es más que la negación del espíritu. Pero sin espíritu lo que queda en el olvido es la esencia humana. El soplo de vida, el silencio, la desfachatez creada antes de las consecuencias de comer el fruto prohibido. Por eso el ejercicio de la memoria es el que nos mantiene vivos: porque ahí se inician nuestras victorias, aunque tardemos décadas en verlas realizadas, porque no hay cosecha inmediata que valga la pena ni la gloria.

Como buenos accionistas del olvido, los miserables locales escriben mucho y no dicen nada: porque el pasado es el que habla y ese pasado los condena. Los conocemos. No pueden compartir una alegría con millones de millones alrededor del mundo porque sin espíritu y con olvido la poesía se les escapa, les queda grande. Tienen los ojos cerrados frente a los milagros que rompen fronteras y dan cuenta de cómo eso que llaman “hombre vulgar” es la respuesta al encadenamiento con el que nos piensan. 

Muchos dicen que el fútbol es ver a once millonarios correr detrás de una pelota. La respuesta maradoniana a esta idea vacía es que mientras haya una pelota ningún niño estará en soledad. La pelota como lenguaje seguro. La era de la Scaloneta se encarna en nosotros porque nos revive otra llama que también hace lenguaje y combate el aislamiento: el conflicto es el reflejo divino ante lo injusto.

Después de tantos años esperando una selección conmovedora, al fin la tenemos. Y gran parte de ese ser conmovedor, rasgo que para Silvina Ocampo es lo que garantiza el ser eternos, es verlos notablemente enfrente de los miserables de siempre. Los que logran ver su nombre trascender apenas por minutos, como ráfagas, y solo en función de a quiénes aplastan, porque ni siquiera se registraran en el libro de la vida: no tienen con qué ser villanos, los miserables solo son eso, miserables. 

Eso ya se ha visto

El dualismo que pretende cierta racionalidad como espejo civilizatorio y reduce a lo pasional a un clima de barbarie, salvajismo y vulgaridad es el eje predominante y fundacional de nuestra identidad cultural. Parándonos en la segunda mitad del siglo XIX, sin tanta necesidad de decoro y con el eurocentrismo a flor de piel, más que un diagnóstico sobre lo pasional, lo que aparece es siempre la brutalización como ánimo del sujeto no-blanco, una composición extendida hacia el siglo XX bajo la pulsión del peronismo y revitalizada hasta niveles impensados los últimos veinte años advirtiendo a lo popular como la verdadera amenaza a la integridad propia (como todo lo que se construye bajo la idea de “propiedad”, vaya ilusión). 

Esa oposición a la civilización reducida en términos raciales, partidarios y populares se pasea sin pudor según los intereses. Tenemos como punto de origen un Martín Fierro que evoca la identidad nacional matando al hombre negro, despojándose no solo de su propia racialidad, sino que también de su brutalidad, la que acusa en el otro. O el cuadro La vuelta del malón, primera obra de arte argentina realizada para una exposición en Chicago, la que conmemoraba “el descubrimiento” de Cristóbal Colón sobre el territorio hoy conocido como las Américas y el Caribe, que brutaliza al hombre nativo y se presenta como una oda a Julio Roca. A la hora de pensar el país, fue motor para demandar una inmigración de calidad, asociando su estándar a un idealizado migrante europeo. 

Este triángulo —Constitución, las artes y las letras— es más que el antecedente al dualismo razón vs. pasión, es el colchón en el que descansan las estigmatizaciones y las políticas que buscan aleccionar, instruir, defender un orden. Orden que el fútbol, como todo lo que nace en las bases y se sostiene en el lazo social, desordena una y otra vez. 

Entre la recurrencia y las murmuraciones, la cultura popular y sus diferentes elementos se van haciendo unos a otros y componen una geografía en sí misma, en primer lugar, de eso que reconocemos como el ser argentino, pero, despojándonos de las fronteras, una geografía para los salvajes-descamisados-populares del mundo. 

Los latinoamericanos que abrazan nuestra camiseta y nuestras causas no solo agregan memorias y victorias a la historia, más bien, nos dan revancha frente a una historia que hemos negado por demasiado tiempo. No hay casualidad en el amor que nos muestra Bangladesh, que no es solo deportivo pero lo deportivo se nutre de su ser lenguaje para, entonces, ahí también contarnos un pasado y un trazado con el que dialogamos. Todos nos hacemos uno y damos la vuelta al mundo, porque unos y otros, ellos y nosotros, somos en todos lados los mismos. Y los miserables también son los mismos en todos lados.

Por eso, celebremos cuando se preocupan por definir y exaltar lo que nos separa, no perdamos tiempo en explicar quiénes (no) somos, o en este caso, quiénes son nuestros héroes: dicen lo que dicen porqué lo saben. Hay que deleitarse en las grietas porque alumbran los abismos que nos enfrentan y que son exactamente por los que debemos derrocar el estado de excepción, salir al encuentro y resistir. Lo que ellos desprecian es lo que construye un orgullo nacional, un orgullo latinoamericano. Y ese orgullo no es enaltecerse, es expresión del orden divino: lo que el mundo desprecia es virtud y es lo que nos salva.

Somos los que llamaban brutales y salvajes cuando colonizaron, somos los descamisados a los que Evita invitaba a gozar de las más grandes riquezas para compensar siglos de injusticias, somos los populachos que llenamos las plazas para exigir Memoria, Verdad y Justicia, y ahora somos los vulgares que al fin tenemos una selección que avanza como David frente a Goliat y defienden su unción contra viento y marea sabiendo que no están solos.

Cómo nos llamarán mañana no lo sé, pero ahí estaremos siendo —como lo somos desde siempre— los que les recordamos que a pesar de todo lo que puedan avasallar, comprar y/o conquistar, de lo esencial no podrán ser dueños jamás. Y es exactamente eso lo que quieren y se les escapa: las victorias de los pasos en fe, las alegrías dulces de la justicia poética, la luz del fuego sagrado, el calor del confiar en el que te promete que no te va a dejar tirado, el amor que cubre todas las faltas y se engrandece no en el final feliz, sino en su incondicionalidad, la recompensa de la vida eterna a los que atraviesan los desiertos con y por la gloria.