Por Bárbara Pistoia

Bajo el pulso lawfare, mucho se ha hablado del rol de la justicia atentando contra la democracia. Estas últimas semanas, a raíz del juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa, se volvió a fogonear el versus entre garantismo y punitivismo. Ambas idas y vueltas suceden como aparatos aislados entre sí y más aún, a los temas cotidianos de seguridad.

Hay algo abrumador al presenciar estas conversaciones que circulan en modo “cadena nacional”. No solo es la sensación inmediata de callejón sin salida, más bien, es el panorama irreversible que lo hace desolador: todas las voces repiten acartonadamente discursos que se presentan como opuestos, sin ser tan así, con el único fin de conformar a sus propias audiencias/electorados/sectores en cuestión.

Estos punteos vienen a repasar algunas lecturas, a compartir preguntas abiertas e idearios bajo el dogma borgeano: de los laberintos se sale por arriba. En este caso, ese “por arriba” invita a pensar cambios radicales que asuman una dimensión interseccional y de lucidez y compromiso extraordinarios por parte de los campos que se pretendan opuestos a lo que las derechas promueven y los punitivistas defienden.

1 — La agenda racial en Argentina está mayormente condicionada por dos movimientos: lo que dicen afuera de nosotros (y ahí, entonces, la reacción es a la defensiva) o lo que acontece afuera (asesinato de George Floyd, por ejemplo). Estas condiciones, especialmente la segunda, habilitan una cadena de zonceras que siempre concluyen en lo mismo: el racismo de afuera es peor que el nuestro y nosotros no lo somos tanto (como si estas mediciones fueran posibles).

El caso de Fernando no cambió este esquema a pesar de ser un crímen racial explícito. Matan a un chico al grito de “negro de mierda” y ese grito parece no ser sustancial en la mayoría de las coberturas, a las que no podemos reclamarles demasiado porque ni siquiera lo fue para la fiscalía y los abogados de los padres.

Todo el debate se centró en buscar qué patada lo mató y si el grupo de amigos agresor había premeditado o no el asesinato, pero la información estaba ahí, en el “negro de mierda”. No necesitamos que los testigos insistan con ese grito y remarquen con la pasión que pronunciaron esas palabras, incluso si hubiera sido algo susurrado y al pasar, la información está ahí: a Fernando lo mató el racismo y es el racismo el que lo hace premeditado. Como explica Stokely Carmichael, “Si un hombre blanco quiere lincharme, ese es su problema. Si puede lincharme, ese es mi problema. El racismo no es una cuestión de actitud, es una cuestión de poder".

El famoso y preciado comodín que reza “es más complejo” cada vez que hablamos de raza tiene que partir de esta idea que da impunidad incluso antes de efectuarse cualquier acto violento o que deje vulnerable al otro. Porque aún si Fernando no moría, si ni siquiera lo golpeaban, es en el solo pensar “negro de mierda” que se declara que esa vida tiene menos valor que otras y esa jerarquización es la que sentencia su vida/muerte a la suerte.

La idea de justicia aparece, así, como una posibilidad de poner en valor esa vida, porque realmente lo vale, no es simbólica la idea de justicia acá, va más allá de reparar, es un valorar fuera de tiempo la vida que ya no está, abrazar en tiempo y forma el duelo y es, sobre todo, cuidar todas las vidas de aquellos que reciben de las mil formas posibles el trato y destino que conlleva la idea de "negrx de mierda". Es un valorar y poner en valor lo que no debería estar por debajo de ese valor: no hay vidas más importantes que otras, es en el trato que se da a las muertes —y a los duelos que dejan— el campo donde también alcanzamos garantías ciudadanas de prevención y protección. Esto contempla no sólo a las víctimas.

2 — “Los garantistas parecen haber olvidado ya la consigna ‘juicio y castigo’, tantas veces alzada y también defraudada”, escribió Marcelo Barros luego de recordar cómo Lacan advertía sobre la incomodidad que ocasiona la palabra “castigo” frente a la sensibilidad política correcta.

Barros escribió reaccionando a dichos de  Claudia Cesaroni en una columna en Página 12, en la que se traduce la cadena perpetua como un acto de venganza. Una columna que se hace eco directo del pedido de los padres de Fernando.

Escribo esto y recuerdo a HIJOS enfrentando a Videla y los genocidas que repetían que su accionar era vengativo: “nuestra venganza es ser felices” se hizo bandera. Las reparaciones y los lazos políticos, culturales y sociales que evocamos al hablar de Memoria, Verdad y Justicia no pueden quedar solo como fotografías instagrameables cada 24 de marzo, no pueden ni deben reducirse a lo que recordamos los 24 de marzo, deben fundarse como un camino justicialista y ser radical en su sostenimiento y ejercicio. Pero, en este panorama, estamos bien lejos si para combatir al punitivismo usamos los mismos argumentos que las derechas, y las más extremas, utilizaron para promoverlo sobre aquello que se les presenta opuesto o para lograr impunidad, domiciliarias (que luego no se cumplen) y diversos privilegios cuando los tocados son ellos.

La opinión de Cesaroni abrió paso a las más diversas variantes que directamente llamaban pena de muerte al pedido de perpetua o explicaban los peligros de pedir justicia bajo el ala de Fernando Burlando. Anular el dolor de los padres y anexarlos a las payasadas, las maniobras y las ambiciones de Burlando, actuales e históricas, fue una constante entre ciertos sectores en pos de combatir el punitivismo. Como si esos padres no tuvieran historia propia ni circunstancias determinantes, además del oportuno voluntarismo del abogado, para encontrarse con Burlando.

Hay una deshumanización digna de las derechas en el instante que el progresismo se asume con la altura moral de salir a explicarle a esos padres la verdadera cara de quién está defendiendo el valor de la vida de su hijo asesinado, en explicarles por qué la perpetua no funciona como justicia y recordarles que su pérdida es irreparable, por lo que ninguna condena les quitará ese dolor. No solo se trata de un cinismo paternalista pocas veces visto, también da cuenta de lo que decía Brodsky: el confort burgués de las convicciones. El verdadero privilegio de clase y raza: desestimar los doble filos de mis convicciones si igual jamás pondrán en peligro mi lugar en este mundo. Al menos, no a priori.

Porque sabemos que nadie está a salvo y las reglas, incluso, necesitan las excepciones. Lo vimos los últimos años cuando el feminismo arengaba los escraches como alternativa a “la justicia patriarcal” que deja libre a violadores o ignora las denuncias de las mujeres, o en la actualidad, cuando siguen llamando “violadores” a pesar de haber sido desestimados los cargos por falta de pruebas o denuncias falsas, o cuando reaccionan negativamente a la libertad condicional. Arengaban escraches y, a su vez, escrachaban a los que cuestionábamos el riesgo de la práctica, porque incluso vaciaba de contenido las acciones llevadas adelante por HIJOS en los 90 cuando se justificaban tomando ese precedente. Así, hasta que empezaron a ser expuestos sus amigos, novios, familiares, jefes, todo bajo la misma marea conceptual que ellas habían promovido y que no discernía acoso, violación, relación con consentimiento, muerte por femicidio o distintas circunstancias, cita fallida, etcéteras.

Oponerse al punitivismo no es anímico ni ocasional, tampoco se reduce a una condena.

Hay vida en las prisiones los 365 días del año y en sus pasillos, como en las comisarías, se suceden todo tipo de abusos a los derechos humanos. Lo que hay que pensar está más allá de las cárceles, no dentro de ellas. Y hay que pensarla más allá de los casos que protagonizan la agenda: no seguir matando al muerto ni torturando a los que lo lloran. Así como también hay que pensar a los presos más allá de ellos, con sus familias, mundos y sí, futuro. Pero para que tengan un futuro hay que crear un presente.

3 — Ni en la peor pesadilla democrática se reduce pedir justicia a un acto punitivista. En el país de las Abuelas y Madres, de Arruga y de Lopez, de Santiago Maldonado y Facundo Astudillo Castro, de María Soledad y Walter Bulacio: todos duelos diferentes pero que responden a la misma estructura y al dolor eterno de lo impune. Nombres que marcan generaciones y se vuelven conceptos chocando contra lo impune, que da luz verde para que se repita, y en la repetición la estructura de poder se mantiene, y esa estructura se jerarquiza igual que las aspiraciones piramidales de clase y raza.

Lo opuesto al punitivismo no puede ni debe ser una redención del orden de lo divino. Ver punitivismo en el simple acto de pedir justicia y clamar redenciones insólitas son otra forma de corromper la justicia, la que afecta en su mayoría a los que caen una y otra vez no solo bajo el hambre punitivista, sino bajo la sospecha y ejecución del racismo y clasismo de todas las partes que hacen al poder judicial pero también al poder cultural.

“¿Cómo podemos tomar en serio las estrategias de una justicia reparadora en lugar de una justicia exclusivamente punitiva?”, se pregunta Angela Davis en ¿Son obsoletas las prisiones? (spoiler: sí, lo son). “Los esquemas que dependen de manera exclusiva de reformas ayudan a producir la idea atrofiante de que no existe nada más allá”, advierte. Por eso, es necesario salir de la falsa dicotomía punitivismo vs. garantismo, ambas sostenidas en el reformismo y contenidas por narrativas de impacto emocional, no político, no social ni cultural, aunque con consecuencias en todo ello. Narrativas que evocan climas de avance y seguridad, convenciendo que se está haciendo algo cuando, en realidad, se está —en el mejor de los casos— cambiando para que nada cambie.

4 — “El progresismo es un campo de batalla”, decía Alan Pauls en Rosario, invitado por Encuentro Itinerante, justo sobre el final de 2022. A lo largo de la conversación, el escritor arengó la disputa de ideas sin renegar de lo que conllevan, porque en ese renegar es que se van cediendo los trasfondos que las urgen, los conceptos, espacios, las posibilidades. Es un deber disputar e intervenir esa agenda, pero determinando resistencias y oposiciones verdaderamente radicales que desarticulen la estructura, no que la decoren y sigan poniendo en riesgo a las personas, dentro y fuera de la cárcel.

Para esto es importante graficar bien al progresismo siguiendo las huellas de Nancy Fraser: la derecha hoy puede mostrarse progresista así como las izquierdas conservadoras. El progresismo se configura más como mero lenguaje neoliberal que como gestión/opción política: es decir, todos los partidos son o pueden ser más o menos progresistas según el interés que se mueva. Bell Hooks explicaba algo respecto al feminismo que podemos tomar para el progresismo: la idea de “lo personal es político” representa lo político como un estilo de vida, y un estilo de vida es adaptable a todas las personas, a cualquiera que quiera incorporarlo, lo que presupone que cualquiera puede tomar sus representaciones sin desafiar la esencia política, social y cultural de las mismas y de sí.

Esto encaja perfecto con lo que Pauls subraya. Es importante dar todas las disputas y construcciones por fuera de lo que llama “la hipertrofia del yo”, porque es justo ahí cuando se evoca un “progresismo fascista”, lo que condena al olvido al ejercicio en el cual se funda su virtud: “ser progresista es estar en disidencia con tu propio progresismo”. Esto último me recuerda algo trascendental que explica Ijeoma Oluo: “La belleza del antirracismo es que no tenés que fingir que estás libre de racismo para ser antirracista. El antirracismo es el compromiso de luchar contra el racismo donde sea que se lo encuentre, incluso uno mismo. Y este es el único camino posible”.

5 — En una época de enunciados como la actual, de narrativas motivacionales y empoderamientos que se celebran a través de la relación con “uno mismo”, como si la sola idea de “uno mismo” no fuera a desintegrarse en el momento exacto que la configuramos, y a su vez, un “uno mismo” que invita a compatibilizar solo con una determinada perspectiva de pares, en esta era del empatizar y “ponerse en el lugar del otro”, sin contar que en ese gesto le saco su lugar, ejerzo un acto de poder, peso de voces sobre el otro, consumando un desplazamiento anunciado, transformamos “LA” historia en “MI/NUESTRA” historia, como escribe Emmanuel Taub.

Modificar “la” historia en “mi/nuestra” historia nos pone a prescindir no solo de la experiencia del acontecimiento histórico, del goce y provecho de los legados y el deleite potencial del conocimiento, más bien, nos deja vulnerables porque nos condena a un eterno empezar de nuevo, quitándonos conquistas, victorias, márgenes y horizontes.

La caída de los pactos y consensos sociales y el poner en riesgo banderas que han costado tanta sangre y tanto duelo comunitario no es solo responsabilidad de gobiernos y políticas fallidas, no todo pasa por una coyuntura, por lo general concentrada y abstracta para la gran mayoría social porque en nuestro país se centra en lo que se palpita a través de unas pocas avenidas porteñas. También es consecuencia de administrar y gestionar definiciones, conversaciones y lecturas sacadas de su trayecto y raíz y atravesarlas, en su mayoría, a través de ideas pensadas en escritorios.

Cuando prescindimos de la historia ignoramos el fulgor territorial y estamos quitando eslabones de lucha. La lucha como resistencia, pero también como lenguaje y lectura: nos quedamos sin decir, y esto nada tiene que ver con el quedarse sin habla, ese vacío lo llena el mercado. Más aún, cuanto más crece el mercado, hoy proporcionado en estos eje del yo, menos espacio hay para el otro. Sin el otro no hay comunidad posible, sin comunidad la democracia se desestabiliza por su propio no peso.

6 — Pauls se hace dos preguntas interesantes que sirven de GPS pero también de profecía. Por un lado, “¿Qué pasa cuando las causas nobles y justas empiezan a funcionar como doxas o sentidos comunes que intervienen de una manera fascista en el mundo de lo decible o pensable?”. Buena pregunta para pensar reconociendo la cantidad de veces que el progresismo, como advierte Assata Shakur, se presenta frente a ciertos temas y escenarios como lobo disfrazado de cordero, sin imaginarse lobo, y es justo cuando su lugar de privilegio tiembla que el disfraz se cae. Y cuando hablamos de privilegios no necesariamente tenemos que pensar en imperios materiales o puestos de gran poder, hoy, más que nunca, es apenas ese ejercicio que permite que una voz tome el lugar de otra voz. Llenar páginas de los temas de agenda y militar, instalar, redistribuir paternalismos diversos y falsas equidades.

La segunda pregunta se puede configurar como cartel de entrada a los círculos del infierno dantesco de nuestra actualidad: “¿A dónde vamos a ir a parar?”.

La contraofensiva de obligarnos a ser disidentes ante todo con nuestros principios y perspectivas habilita puertas vitales para, a priori, identificar bien contra qué y quiénes combatir.

Retomar la historia para hacer de las luchas un continuar y no un nuevo capítulo puesto a medirse con lo vivencial reaviva el ejercicio crítico del que no podemos prescindir, porque son los microclimas de condescendencias los que sofocan la opinión pública, las militancias y las demandas políticas, sociales y culturales: mientras que las luchas históricas funcionaban con la premisa de no olvidar que ninguna victoria es permanente, pero tampoco lo son las derrotas, y la resistencia funcionaba ante todo como una siembra, eso básicamente significa el “volveré y seré millones”, las tensiones actuales, que apenas logran tensionar las cuerdas que el rating y el clickbait piden, cosechan aislamientos y fragmentan la lucha como capítulos de novela.

7 — Donde hay aislamiento, condescendencia, endogamias, microclima, pongan el nombre que más les guste a todas esas representaciones del yo conformadas dedicadamente para que celebren los mismos de siempre y se ofendan los que esperábamos ver ofendidos, no hay acto disruptivo, no hay acontecimiento popular y lo primordial, no hay conflicto ni quebrantamientos culturales. Porque el conflicto es la cualidad de la relación social: existimos a través del conflicto. Pero no solo es fatal la falta de conflicto por transformar el lazo social en una fantasía y perpetuarse a leer realidades en clave minoritaria, es fatal principalmente porque sin conflicto no hay política.

Entonces, ¿cómo transformamos la realidad?

Angela Davis, como siempre, trae luz aceptando primero la imposibilidad en la que estamos, “no estoy segura de si es posible eludir completamente las consecuencias del deseo mercantilizado, ya que es esa la naturaleza del deseo contemporáneo; el capitalismo ha invadido hasta tal punto nuestras vidas interiores que nos resulta extremadamente difícil separar capitalismo y deseo”. Reconociendo esto, “deberíamos tratar de desarrollar una conciencia crítica sobre las maneras en que, en parte, estamos implicados en la propia reproducción del capitalismo, a través de la mercantilización de nuestros sentimientos. Es a través de este tipo de reflexiones negativas que podemos empezar a vislumbrar posibilidades de liberación”.